por Guillermo "Tharkas"

premio Casa de Mittalmar 2007

martes, 27 de enero de 2009

Los pequeños pies no hicieron ruido al salir de la cama. La tenue luz de la luna casi llena entraba por las ventanas redondas e iluminaba con pálido azul el marco de la puerta y las frías baldosas. El silencio del Smial no era real: profundos suspiros y leves ronquidos, acompañados del ulular del viento invernal hacían de la incursión nocturna algo más que emocionante. Llegó al largo y encorvado pasillo. Al fondo los restos candentes de las ascuas brillaban entre las cenizas dando un punto de referencia a la pequeña aventurera hobbit. Lentamente fue acercándose al hogar. Afuera el viento silbó. Inmóvil, quieta, escuchó el silencio de nuevo. Se relajó y un suspiro la convenció de nuevo a seguir en su hazaña: llegar hasta la sala grande donde los mayores charlaban y tomaban té. Un paso. Silencio. Dos pasos. Viento. Tres pasos. Un golpe amortiguado en el camino de entrada. El miedo por el espantoso ruido irreconocible, la tensión de ser atrapada y castigada en mitad de la noche y el frío del suelo hicieron que los piececillos se dieran media vuelta rápidamente hacia la cama. Ya convertida en un bulto bajo las mantas, con apenas un agujero para poder respirar y conteniendo el aliento. Oyó pasos sobre las baldosas y la puerta abrirse. El miedo la sumergió en un sueño. Un sueño que le impidió escuchar paladas en la nieve, pesos siendo arrastrados y un silencioso temor que se extendió varias noches en aquel Smial.

El aire helado se clavaba como cuchillas en su garganta reseca, pequeñas virutas de nieve se enganchaban en la canosa barba y los ojos vidriosos se agrandaban a cada paso. Tenía las piernas entumecidas por el frío y las viejas botas empapadas congelaban sus pies. No había capa ni cuero que le protegiese del dolor que soportaba: más allá de un frío profundo se escondía la desesperanza, el frío del saberse perdido y sólo, el frío de la muerte que zumbaba en sus oídos y le oprimía su viejo y pesado pecho. Las manos llenas de callos y arrugas, plagadas de bultos y los dedos hinchados con uñas toscas y sucias le dolían más allá de lo indecible. No obstante seguía corriendo, sus cortas piernas, firmes antaño y capaces de levantar gran peso sin doblarse no podían ahora hacerle avanzar siquiera unos metros más. Con fuerza sus manos aferraban un saco sobre sus hombros, era lo poco que había podido salvar del desastre del carro tras la nevada.

El viento soplaba en su frente, haciéndole doblarse sobre sí mismo y de cada nueva pisada, un gran esfuerzo. Entre sus jadeos ahogados oyó a lo lejos unas pisadas veloces.

Fosco Bolsón entró de nuevo en la habitación de su revoltosa e inagotable hija con otra taza de leche y un pastelillo de emergencia.

- Entonces, papá, cuando hay luna muy grande en Yulë los niños hobbits buenos tenemos regalos, ¿no? – sus inquietos piececillos se movían bajo la manta y sus manitas se estiraban para alcanzar la taza.

Su padre sonrió mientras cuidaba que nada de leche derramada alcanzase las sábanas. Miró a su hija con una sonrisa:

- Así es - y luego fingió un gesto serio - ¿Pero has sido tú una buena niña hobbit este año? –.

- Sí – asintió Dora – mientras sus manitas sostenían la taza de leche tibia sus morritos blanquecinos adoptaron una mirada seria y respetuosa, casi convincente, pero delatada por los grandes ojos marrón claro que miraban desde abajo a su padre.

- ¿Y crees que cuando te escapaste la semana pasada a pescar al río fue algo bueno? ¿Y cuando le llevaste el panecillo de genjibre de mamá a las hormigas? – dijo su padre suavemente mirándola fijamente. Estaba sentado en la cama a su lado, arropando cuidadosamente a su hija.

Dora sonrió pícaramente y escondió sus sonrojadas mejillas bajo la sábana, sólo su pelo rizado asomaba cuando Fosco le acarició la cabeza y ordenó el flequillo, colocando de nuevo la sábana. Se inclinó sobre la cara de su hija y le dió un suave beso en la mejilla.

- Vas a tener que ser una buena niña esta semana si quieres que Yulë amanezca con regalos y juguetes. Buenas noches cariño-. Su padre se incorporó y comprobó de nuevo el cierra de la ventana.

- Buenas noche papá.- La aguda y melodiosa voz de su hija le sonaba como una mezcla de alegría incontenible y alivio al verla y sentir su felicidad. Todo niño hobbit esperaba con emoción los regalos de Yulë, los últimos y primeros días del año, con el estómago hecho un ovillo al pensar qué nuevas sorpresas llegarían esta vez. Fosco compartía la felicidad de su hija y la emoción de los regalos. Este año, como todos los inviernos que tenía su hija y como hace muchos inviernos él mismo, llegarían los juguetes. Sólo que ésta vez el invierno era realmente duro y el envío se estaba retrasando. Preocupado ojeó el calendario nuevo que había compuesto la semana pasada. Podía leerse con detalle en letras rojas: “1312 de la Comarca. Cuaderna del Este”. Con un suspiro y un bostezo se dirigió a su cama mordisqueando sin ganas el pastelillo.

Sus botas se trabaron en un pequeño charco congelado que se rompió bajo su peso, empapando sus pies e inyectándole un frío punzante por todo el cuerpo. Atrás dejaba a su compañero muerto, siendo descuartizado por los lobos tras haberse enfrentado a ellos, sólo sin su ayuda. Ayuda de un viejo artesano que ya nada tiene ni nada puede ofrecer entre los mineros de caras cansadas, con manos torpes y vista menguada, espalda encorvada y hundida bajo el peso de los años. Sus conocimientos acumulados eran poco útiles ya en las Montañas Azules y como muchos inviernos dirigía su viejo carro por los caminos de crujiente hielo. Este año la luna llena presagió oscuros temores en su interior. Temores que corrían ahora tras él.

Fosco abrió temblando la puerta. Una bofetada helada le recibió y un silencio sólo roto por el viento se deshizo ante sí al ver un cuerpo tirado a unos pasos de la entrada de piedra. Se apresuró con miedo pero a la vez con el rumor que se extendía por la Cuaderna retumbando en su mente. Un charco de sangre se extendía bajo la cara y las ropas del viajero. Pesado y fornido, profundo en barbas, de manos nudosas y arrugadas, resecas y heladas, aferradas a un saco que bien conocía. Rápido en la noche actuó entonces Fosco. El peso del cuerpo le pareció terrible bajo aquel viento y la carne fría de ese no tan desconocido le daba dolor de estómago. Tras el cobertizo del jardín cubrió con una pesada y vieja manta el cadáver. Con leña encima y un barril viejo delante. No era lo mejor que habría sido capaz de hacer pero las circunstancias y el frío no dejaban otro lugar a soluciones más elegantes y menos estrafalarias. No había tiempo para funerales. De vuelta a la entrada removió la nieve con una pala, vagamente se disimulaba la sangre. Deseó que las huellas manchadas que venían por el camino fuesen cubiertas por nieve de la mañana, y se sintió miserable por desearlo. Tenía la respiración entrecortada por el esfuerzo y un pavor se apoderó de él en la noche. Comenzó a pensar dónde conseguir un carro en este duro invierno de 1311. A lo lejos distinguió una silueta parda de ojos brillantes que volvía al bosque sin recompensa. Los ríos helados habían ocasionado ya más víctimas que este pobre desgraciado. Yulë trae a la par sonrisas y amarguras, pensó.

La garganta se cerró dolorosamente y en un intento de descanso dejó de correr. No era momento para detenerse pero se sabía perdido. Los ojos fuera de sus órbitas, la barba bajo la nariz húmeda, las articulaciones heladas. El vaho ante él formaba una nubecilla que se desvanecía al instante. Las lágrimas difuminaron la visión de la luna, de las colinas heladas, de los árboles retorcidos y desnudos que parecían deleitarse en su perdición y no darle ningún descanso en su carrera desesperada. Silencio ahora. Miró detrás y se vió a sí mismo humillado en mitad de un bosque helado. Unos ojos brillantes le esperaban tras un tronco muerto. Miró a la bestia. De su boca asomaron unos dientes afilados y amarillos. Tras una corta y veloz carrera las zarpas saltaron sobre su paralizada víctima haciéndola caer. No sintió dolor al ver su cuello desgarrado. En su cabeza sonaban viejos yunques y martilleos. Escuchó el gruñido del animal sobre su cara. Las manos no sintieron el mango del cuchillo que aferraban, la hoja cayó en la nieve y el lobo se alejó unos metros con una pata herida. Sus sangres se mezclaron en la nieve. Todo su cuerpo se atrofiaba ante el irremediable final. La risa de júbilo en la fragua resonó profundamente detrás suya. De rodillas, viendo su reflejo en su propio charco negro estiró un brazo y recogió el saco. La otra mano sujetaba su garganta, con sangre entre sus dedos. Al fondo se encontraba el camino de ese pequeño pueblo con el que durante inviernos había comerciado. La sonrisa en su boca desfigurada torció su gesto y ya no importaba nada más que llegar. Las huellas tintadas se alejaron en la noche.

Había perdido el apetito esa mañana y frente a él un pequeño plato con dos panecillos y una taza de té medio vacía se enfriaban. Fosco aguardaba inquieto frente al fuego, era muy temprano y su mujer le acariciaba el brazo comprensiva, con un bebé en el regazo. En aquella preciosa mañana, el sol entrando a raudales desde el paisaje completamente blanco, ambos esperaban a Dora y Drogo, remolinos con ropas aún de cama. Y el griterío no se hizo esperar. Carreras desde el fondo del pasillo que se convirtieron en cantos de júbilo al encontrar muchos juguetes en el suelo. Juguetes de madera delicadamente tallados, pintados algunos, con pequeñas ruedecillas y piezas de hierro. Juguetes pequeños y deseados, trabajados durante una estación por viejas manos. Manos de artesano que ya no conocían oficio alguno más que baratijas para traficar. Baratijas que arrancaban sonrisas y fuerzas del frío de la muerte y animaban a los corazones cansados a recorrer sus últimos pasos; y sobre todo, baratijas que creaban ilusiones.

Drogo y su hermana jugaban encantandos en la alfombra. Dora se levantó con un pequeño carro de madera en las manitas y mostró con un dedo unas runas labradas en un lado. Conocía su procedencia. Abrazó a su madre y se apoyó en las rodillas de Fosco y con una sonrisa dulce y unos ojillos brillantes que miraron desde abajo, preguntó a su padre:

- ¿Cómo son los artesanos Enanos papá?-.

Fosco sonrió a su hijita, sus dedos enterrándose en el pelo rizado enmarañado. Intentó deshacer el nudo de su garganta con un suspiro, y abrazándola dijo:

- Son... Incansables –.