El aire helado se clavaba como cuchillas en su garganta reseca, pequeñas virutas de nieve se enganchaban en la canosa barba y los ojos vidriosos se agrandaban a cada paso. Tenía las piernas entumecidas por el frío y las viejas botas empapadas congelaban sus pies. No había capa ni cuero que le protegiese del dolor que soportaba: más allá de un frío profundo se escondía la desesperanza, el frío del saberse perdido y sólo, el frío de la muerte que zumbaba en sus oídos y le oprimía su viejo y pesado pecho. Las manos llenas de callos y arrugas, plagadas de bultos y los dedos hinchados con uñas toscas y sucias le dolían más allá de lo indecible. No obstante seguía corriendo, sus cortas piernas, firmes antaño y capaces de levantar gran peso sin doblarse no podían ahora hacerle avanzar siquiera unos metros más. Con fuerza sus manos aferraban un saco sobre sus hombros, era lo poco que había podido salvar del desastre del carro tras la nevada.
El viento soplaba en su frente, haciéndole doblarse sobre sí mismo y de cada nueva pisada, un gran esfuerzo. Entre sus jadeos ahogados oyó a lo lejos unas pisadas veloces.
Fosco Bolsón entró de nuevo en la habitación de su revoltosa e inagotable hija con otra taza de leche y un pastelillo de emergencia.
- Entonces, papá, cuando hay luna muy grande en Yulë los niños hobbits buenos tenemos regalos, ¿no? – sus inquietos piececillos se movían bajo la manta y sus manitas se estiraban para alcanzar la taza.
Su padre sonrió mientras cuidaba que nada de leche derramada alcanzase las sábanas. Miró a su hija con una sonrisa:
- Así es - y luego fingió un gesto serio - ¿Pero has sido tú una buena niña hobbit este año? –.
- Sí – asintió Dora – mientras sus manitas sostenían la taza de leche tibia sus morritos blanquecinos adoptaron una mirada seria y respetuosa, casi convincente, pero delatada por los grandes ojos marrón claro que miraban desde abajo a su padre.
- ¿Y crees que cuando te escapaste la semana pasada a pescar al río fue algo bueno? ¿Y cuando le llevaste el panecillo de genjibre de mamá a las hormigas? – dijo su padre suavemente mirándola fijamente. Estaba sentado en la cama a su lado, arropando cuidadosamente a su hija.
Dora sonrió pícaramente y escondió sus sonrojadas mejillas bajo la sábana, sólo su pelo rizado asomaba cuando Fosco le acarició la cabeza y ordenó el flequillo, colocando de nuevo
- Vas a tener que ser una buena niña esta semana si quieres que Yulë amanezca con regalos y juguetes. Buenas noches cariño-. Su padre se incorporó y comprobó de nuevo el cierra de la ventana.
- Buenas noche papá.- La aguda y melodiosa voz de su hija le sonaba como una mezcla de alegría incontenible y alivio al verla y sentir su felicidad. Todo niño hobbit esperaba con emoción los regalos de Yulë, los últimos y primeros días del año, con el estómago hecho un ovillo al pensar qué nuevas sorpresas llegarían esta vez. Fosco compartía la felicidad de su hija y la emoción de los regalos. Este año, como todos los inviernos que tenía su hija y como hace muchos inviernos él mismo, llegarían los juguetes. Sólo que ésta vez el invierno era realmente duro y el envío se estaba retrasando. Preocupado ojeó el calendario nuevo que había compuesto la semana pasada. Podía leerse con detalle en letras rojas: “1312 de
Sus botas se trabaron en un pequeño charco congelado que se rompió bajo su peso, empapando sus pies e inyectándole un frío punzante por todo el cuerpo. Atrás dejaba a su compañero muerto, siendo descuartizado por los lobos tras haberse enfrentado a ellos, sólo sin su ayuda. Ayuda de un viejo artesano que ya nada tiene ni nada puede ofrecer entre los mineros de caras cansadas, con manos torpes y vista menguada, espalda encorvada y hundida bajo el peso de los años. Sus conocimientos acumulados eran poco útiles ya en las Montañas Azules y como muchos inviernos dirigía su viejo carro por los caminos de crujiente hielo. Este año la luna llena presagió oscuros temores en su interior. Temores que corrían ahora tras él.
Fosco abrió temblando
La garganta se cerró dolorosamente y en un intento de descanso dejó de correr. No era momento para detenerse pero se sabía perdido. Los ojos fuera de sus órbitas, la barba bajo la nariz húmeda, las articulaciones heladas. El vaho ante él formaba una nubecilla que se desvanecía al instante. Las lágrimas difuminaron la visión de la luna, de las colinas heladas, de los árboles retorcidos y desnudos que parecían deleitarse en su perdición y no darle ningún descanso en su carrera desesperada. Silencio ahora. Miró detrás y se vió a sí mismo humillado en mitad de un bosque helado. Unos ojos brillantes le esperaban tras un tronco muerto. Miró a
Había perdido el apetito esa mañana y frente a él un pequeño plato con dos panecillos y una taza de té medio vacía se enfriaban. Fosco aguardaba inquieto frente al fuego, era muy temprano y su mujer le acariciaba el brazo comprensiva, con un bebé en el regazo. En aquella preciosa mañana, el sol entrando a raudales desde el paisaje completamente blanco, ambos esperaban a Dora y Drogo, remolinos con ropas aún de cama. Y el griterío no se hizo esperar. Carreras desde el fondo del pasillo que se convirtieron en cantos de júbilo al encontrar muchos juguetes en el suelo. Juguetes de madera delicadamente tallados, pintados algunos, con pequeñas ruedecillas y piezas de hierro. Juguetes pequeños y deseados, trabajados durante una estación por viejas manos. Manos de artesano que ya no conocían oficio alguno más que baratijas para traficar. Baratijas que arrancaban sonrisas y fuerzas del frío de la muerte y animaban a los corazones cansados a recorrer sus últimos pasos; y sobre todo, baratijas que creaban ilusiones.
Drogo y su hermana jugaban encantandos en
- ¿Cómo son los artesanos Enanos papá?-.
Fosco sonrió a su hijita, sus dedos enterrándose en el pelo rizado enmarañado. Intentó deshacer el nudo de su garganta con un suspiro, y abrazándola dijo:
- Son... Incansables –.